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Límite y sentido. Geografía de lo humano (página 2)




Enviado por Ricardo Peter



Partes: 1, 2

Así, pues, tener fronteras es estar al mismo
tiempo limitado y diferenciado. El asunto es
asombroso, sino desconcertante. Decía Allport que cada ser
humano es portador de un genotipo único y el genetista
ucraniano y uno de los fundadores de la Teoría
Sintética de la Evolución, Theodosius Dobzhansky
resalta aún más este punto de vista conmovedor
señalando que cada uno de los 46 cromosomas posee unos
30.000 genes conductores de los caracteres hereditarios cuyo
número de combinaciones supera la cantidad total de
átomos en el universo entero. Dan ganas, pues, de
preguntarse: ¿por qué todo en el universo es
diferente? ¿Por qué todo es único?
Además: ¿cómo es posible qué el
hombre pierda de vista algo tan apremiante para su salud mental y
espiritual, para su hermenéutica de la vida?

El límite y la diferencia, son la pareja
ejemplar, el paradigma, del universo. El límite es la
consistencia de todo, pues gracias al límite nada se
derrumba, todo se conserva (mientras es limitado, claro
está), y la diferencia es la expresión de la
armonía reinante en todo el universo. Las diferencias son
compatibles. Son las cosas homogéneas las que no se
complementan, ni calzan unas en otras.

Así, estar limitado y ser diferentes no es
necesariamente algo negativo como solemos pensar. Limite y
diferencia, las dos características sobresalientes del
universo, no son sinónimos de algo desfavorable,
desventajoso, dañino o nocivo.

Límite significa consistencia, decíamos,
solidez. Y aunque estar limitado es, en definitiva, una forma
carencia pues lo limitado expresa insuficiencia y penuria de ser,
lo limitado posee, a su vez, resistencia que es una forma de
rebeldía a la nada, a la inexistencia. Ser limitado es una
forma de estar protegido –al menos por un tiempo- frente al
tiempo. Es un estar temporalmente preservado. De aquí que
el límite no es motivo de deshonor, de escándalo o
bochorno, sino de celebración, pues, al fin y al cabo, el
limite afirma lo que es y lo que es, es suficiente motivo para
aficionarse a la vida, para decidir que por el hecho de ser
limitados podemos disfrutar de la vida.

A su vez, ser diferente no es una desgracia, sino una
manera de contar con una índole y condición propias
e inconfundibles. La diferencia hace el universo una realidad
extravagante, excéntrica, especial, particular. Lo que es,
es incomparablemente diferente, es decir, otro. Nada está
repetido. Entre las cosas del universo hay semejanza, pero debido
a que prevalece lo singular nada es vulgar, porque en el universo
no hay dobles. La similitud entre las entidades y entre los seres
es aparente; simula la identidad, pero la simulación es
ficticia, mero parecido.

De hecho, cada hombre tiene sus propios e irrepetibles
límites, límites que no son iguales para todos,
sino específicos y originales y que gracias a ellos,
encontramos lo genuino, lo diferente, de cada individuo. Cada ser
está firmado. Eso que en psicología llamamos
identidad – que no es lo mismo que idéntico- no es
otra cosa, en el fondo, que la conciencia del conjunto de los
límites que nos caracterizan, representan y especifican
frente a nosotros mismos y frente a los demás.

En el mundo del hombre cada hombre es un mundo
único, que no vuelve a darse en toda la eternidad,
adyacente a otros mundos únicos, que tampoco se
repetirán, y que son los demás hombres.

Los seres humanos cabemos dentro de nuestros
límites y a causa de ellos no sólo nos
diferenciamos los unos de los otros, sino que también nos
salvaguardamos. De hecho, nuestros determinismos, capacidades,
recursos, posibilidades y potencialidades tienen la
dimensión y la diferencia de nuestros
límites.

Si aplicáramos lo que venimos diciendo a un
país diríamos que éste está
asegurado, resguardado, afianzado, protegido en todos sus
recursos, gracias a sus fronteras y que, precisamente por tener
fronteras, ese país es diferente, es decir, es
también genuino, original. Imagínense que fatal
sería si la "América del grande Moctezuma, del
Inca, la América fragante de Cristóbal
Colón" como diría Rubén Darío, fuera
reflejo de los Estados Unidos. Qué pánico si
vislumbrando Cancún o Huatulco conjeturáramos estar
poniendo pie en algún lugar de Florida. Qué
sería, en fin, de la América Española si
dejáramos de irradiar la policromada, complicada y
poética cultura que corre por nuestras sangres. Sin
embargo, no es remoto que algo así pueda suceder con una
mal interpretada globalización si desistimos de advertir
nuestras diferencias como algo inapreciable y
meritorio.

Prosiguiendo nuestra reflexión: todo lo que
existe, existe fronterizamente. Sin embargo, tener fronteras es
igualmente una forma de abertura y de encuentro de nosotros y del
otro, pues los lindes que al mismo tiempo demarcan y
circunscriben algo, impiden, a su vez, el encerramiento, el
aislamiento, la clausura. Los límites permiten colindar,
que es lo mismo que topar, encontrar y descubrir aquello que nos
roza, palpa, afecta.

En la práctica, aquello que nos confina, es
decir, que nos encierra dentro de límites, nos concierne y
permite descubrirnos. Los límites, al tiempo que son
divisorios, aproximan, avecinan y permiten hallar no sólo
seres semejantes, sino seres diferentes. Los límites, como
si fueran puentes, abren a los "cuatro rumbos del universo".
Tener límites, en resumen, es estar dotados de
posibilidades no sólo de encuentros y descubrimientos por
cualquiera de nuestras "orillas" o fronteras, sino de
sobrevivencia.

La constante apertura y resistencia que manifiesta el
ser del hombre son debidas a su misma imperfección
biológica. El hombre se ha adaptado a todo tipo de
ambiente y circunstancias gracias a sus limitaciones. La
imperfección y defectuosidad que deriva del hecho de ser
concientemente limitado, hace que uno de los organismo peor
dotados desde el punto de vista biológico, haya llegado a
perpetuizarse y ha superar todas las catástrofes que se
han presentado.

En el universo, decíamos, todo está
proporcionado de límites o fronteras. Pero,
¿qué hay con respecto al hombre? Hablando de
fronteras o límites, ¿cual podría ser la
geografía de lo humano? ¿Cómo está
norteado, sureado, oesteado y estedeado el hombre? Y con
relación a la segunda nota o característica,
¿de qué manera la diferencia puede constituir lo
específico y original de cada ser humano?
¿Cuáles pueden ser específicamente las
fronteras del hombre, las líneas o rayado que lo hacen
consciente de su extensión y singularidad? Y, por
último, ¿de qué manera se desempeñan
en nuestras vidas lo que venimos llamando simbólicamente
"fronteras"?

Por lo que respecta al norte, el hombre está
limitado por la propia conciencia. La conciencia traza la altitud
o altura del hombre. Desde esta frontera, el hombre es desafiado
a decidir y a actuar a favor de la existencia, a salir a la
defensa de su frágil y débil consistencia. La
conciencia tiene siempre esta tarea, cometido, finalidad o
"quehacer": amparar la vida, sostenerla. La conciencia nos
convierte en ángeles custodios de la vida.

Es claro que un tipo de conciencia así, que
podemos denominar, en términos franklianos, la conciencia
de la verdadera altura del hombre, no tiene parentesco con la
patológica conciencia de la teoría freudiana,
bautizada como superyó, verdadera superestructura moral
que representa la internalización de imperativos, normas,
reglas y demandas, casi siempre severas y estrictas, del medio
familiar y social en que crecemos y que excluyen la
consideración y la clemencia. El superyó es una
instancia prácticamente punitiva, responsable, en buena
parte, del daño y maltrato que nos provocamos a
través de la culpa y de la autocensura.

La conciencia a que aludimos es existencial, es una
conciencia del límite y, por la misma razón, es el
lugar del cuidado de la vida, es decir, de la tensión
hacia lo que Fromm definía la biofilia o "sensibilidad
para todo lo vivo". La conciencia existencial impulsa hacia
valores que salvaguardan y sostienen la vida. Abre el paso hacia
un saber lo que es bueno o malo para la frágil
existencia.

En realidad, la conciencia es en todo momento ciencia
acerca del límite. Un saber con pasión, con
querencia, con afecto por la endeble condición de la vida.
El límite es el eje de gravedad de la conciencia
existencial. Valores como la ternura, el altruismo, el
perdón, la condescendencia, la indulgencia y la
aceptación, sólo pueden brotar de este tipo de
conciencia. De aquí que la conciencia existencial es
intuitiva, no racional. De los "cimientos de la razón", en
expresión de Pascal, no nace la compasión por la
impotencia y la defectibilidad del hombre.

La conciencia existencial, no la "sana razón",
tiene la función de sugerir el uso de las propias
posibilidades, de orientar y de proponer actitudes frente a la
quebradiza, amenazada e inconsistente existencia del hombre, de
regular la conducta que asumimos ante los errores de los
demás y ante las propias fallas, equivocaciones y
fracasos. Esta conciencia no necesitamos salir a buscarla,
inventarla o planearla. Estamos dotados de ella. No la aprendemos
en la familia ni en la sociedad, sino que es ella que nos prende
a nosotros en la medida en que tomamos en cuenta la frágil
condición humana. Precisamente, la definimos existencial
porque está ligada a la existencia del hombre, como
relativo a la realidad específicamente humana del hombre.
Es una conciencia definitivamente humana pues no apenas el hombre
contacta sus límites entra en lo específicamente
humano. La conciencia del límite, como tal, es el agente
fundamental de la aceptación y del perdón.
Sólo necesitamos desarrollarla y contraponerla a la
conciencia patológica del superyó. Frustrarla o
defraudarla equivale a incapacitarnos para ser tiernos y
compasivos.

Desde su conciencia existencial el hombre significa su
vida, en el sentido que descubre que todo lo que es y existe
está dotado de valor; en cambio, desde la conciencia
patológica del superyó el hombre designifica la
realidad.

Desde la frontera de su conciencia existencial el hombre
de criatura puede volverse persona. Y más el hombre
está gobernado por su conciencia existencial más
valoriza sus límites y personaliza sus diferencias. Por
ello, la frontera norte es la frontera no solamente de la
libertad y de la responsabilidad, sino de la aceptación.
Desde esta frontera el hombre es fundamentalmente un ser
decisional, como diría Frankl, que redefine continuamente
sus propios determinismos, asumiéndolos.

El hombre se desvaloriza y se hace verdaderamente
inhumano en la medida que reprime, remueve o desatiende su
conciencia existencial. Pero es la frontera más
débil y expuesta a las demandas imperiosas que provienen
de la problemática frontera del sur.

La frontera del sur es la de los condicionamientos
reales. Al sur, la frontera del hombre es su propio subsuelo,
donde hunde sus raíces. En la frontera sureña, el
hombre está limitado por su energía instintiva, por
sus pulsiones, por sus determinismos biológicos y
hereditarios. Este es el espacio de la dinámica vital, en
el sentido freudiano. No en vano las amenazas a la frontera norte
provienen del sur. Los instintos pretenden cruzarse como mojados,
sin documentación, hacia la frontera norte y ahí
ganarse la vida.

Las fronteras del norte y del sur trazan el
confín de lo impulsivo y de lo creativo; la
separación entre lo determinante y lo que es un apelo
hacia la responsabilidad. Es la línea que separa el mundo
de lo animalesco en el hombre y el mundo de lo espiritual en lo
animal. Este par de fronteras son verticales porque abarcan la
altura y la profundidad del hombre.

Las fronteras este y oeste son horizontales y tienen que
ver con los límites y diferencias de los otros y con las
circunstancias porque nuestras fronteras no están
suspendidas en el vacío sino que están a contacto
con otras fronteras, igualmente limitantes y diferentes. Gracias
a sus límites y diferencias, los otros y las
circunstancias son una forzosa confirmación de nuestras
fronteras.

Inherente a las cuatro fronteras es el territorio, pues
no hay territorio sin fronteras ni fronteras que no contengan un
territorio. En el caso del hombre, el territorio está
constituido por la condición existencial. Ahora bien,
¿de qué manera experimenta el hombre su propio
territorio, su condición existencial? Como indigencia. El
vasto territorio de las fronteras que hemos descrito es el de la
soberana indigencia. Debido a esto, el hombre es indigente por
cualquiera de sus fronteras.

La indigencia es definida por la Terapia de la
imperfección como conciencia de las necesidades, o
conciencia del límite, pues es de la indigencia que brota
o se hace posible la conciencia existencial a que
aludíamos arriba. En efecto, el hombre es indigente en
todo su territorio lo que equivale a decir que lo
antropológico es conciencia del límite. Ser hombre
es percibirse constantemente necesitado, limitado.

Pero, sí todo está limitado y diferenciado
en el universo y efectivamente nada es usual o corriente, nada es
tampoco insignificante, pues todo lo que existe está
colocado en el mismo rango. Paradójicamente, la diferencia
no establece desigualdades, sino una igualdad básica en el
universo en términos de estima y de valía. Un
verdadero peritaje de los entes del universo daría al
traste nuestras concepciones lucrativas que sólo sirven
para hacernos perder de vista el valor y el significado de las
cosas.

Si todo lo que existe ostenta la misma cualidad o
condición es debido a que todo es impermanente. Todo,
efectivamente, está colocado en el rango de la caducidad.
Todo es transitorio.

La creación del concepto de duradero, intemporal,
imperecedero, no es propia del universo, sino del hombre. Como
los conceptos de inmortalidad, imperecedero, intemporal, pues
como señaló a su tiempo Arthur Bloch, "no hay nada
más temporal que lo imperecedero". En el universo, todo
tiene fecha de vencimiento y, de aquí, entonces, que todo
sea igualmente significativo y valioso.

Y aun cuando en todo el universo se cumple la normal
anormalidad, que hemos mencionado, paradójicamente, esa
misma anormalidad se extenúa, se consume y empobrece
solamente en el hombre. Ningún otro huésped del
universo conocido se comporta con sus propios límites y
diferencias como lo hace el hombre. Sólo el hombre rechaza
el valor de la caducidad. En efecto, nadie vive más a
disgusto con sus límites y diferencias que el hombre.
Nadie maneja mejor que el hombre el rechazo de sus límites
que es, en definitiva, el rechazo de la condición
existencial, la no aceptación de la propia
indigencia.

En realidad, la transitoriedad es una cualidad. A tal
punto la caducidad es un valor que podemos subrayar la
transitoriedad como una peculiaridad de todo lo que existe, e
invertir los términos y denunciar la insubstancial
caducidad del valor que el hombre atribuye a las
cosas.

Es el hombre quien desfachatadamente introduce precios,
importes, costos, valías, totales y sumas. Marca lo que
existe como si fuera ganado, dividiendo la realidad y
agrupándola en cosas eternas e imperecederas, por un lado
y por lo mismo, significativas y valiosas y, por otro lado, en
efímeras, provisionales y precarias con una consiguiente
mengua, baja, degradación, demérito y
devaluación de todo lo que existe.

Reconocemos entonces dos especies de tablas,
índices, cotizaciones o tarifas de todo lo que existe: la
manera de valorar del hombre (catalogado a la ligera como
"homo sapiens-sapiens" cuando en verdad se muestra como
"homo stultus-stultus") y los índices, tarifas o
tasas naturales existentes en el universo donde todo resulta
valioso, significativo e insustituible. ¿Pues acaso creen
ustedes que una margarita, tan corriente en los parques de
nuestras ciudades, costó menos esfuerzo a la naturaleza
que una magnolia, que por pertenecer a la familia de las
magnoliáceas, tienen precios exorbitantes en las
floristerías? En realidad también las magnolias
pierden sus hojas. La magnolia es una planta leñosa, de la
misma familia que los tulipanes (tan baratos en Holanda y tan
caros en México) y por ser caducifolias, pierden sus hojas
en otoño. Admitamos pues que si todo es limitado, el
límite es un valor y que si todo es diferente, la
diferencia es significativa y es un don.

El derroche, la gula, la desproporción, lo
ilimitado de nuestras expectativas y deseos son amenazas desde
adentro para nuestras fronteras y amenazas para el propio
territorio, para la indigencia, pues son el desconocimiento de
que la realidad es limitada y que sólo en su
condición limitada conserva su valor y su
sentido.

 

 

Autor:

Ricardo Peter

Partes: 1, 2
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